Viviana Rivera Barrientos
Académica de la Facultad de Educación, UCEN
Quizás no lo sepa, pero desde el año 2002 a través de la Ley N°1300 se crearon las denominadas Escuelas Especiales del Lenguaje, establecimientos para niños y niñas entre los 3 y los casi 6 años diagnosticados con Trastorno Específico del Lenguaje (TEL). En estos establecimientos —que se financian con una subvención especial del Estado—, un equipo de especialistas trata a los estudiantes y los evalúa periódicamente.
Si bien el objetivo por el cual fueron creadas es loable, con el tiempo muchas se convirtieron en espacios que no apuntan a prevenir o estimular el lenguaje, sino simplemente a ocuparse de forma ineficiente de niños y niñas diagnosticados, en espacios precarios y poco adecuados pero que reciben subvención al margen de sus resultados (no todas, por cierto, algunas de ellas cumplen un rol relevante y de mucha utilidad para sus estudiantes).
En muchos casos, estas escuelas son una respuesta clínica y comercial que evita mirar los procesos de desarrollo de las personas y que no tiene en cuenta la importancia de trabajar con el lenguaje de forma multidimensional, fortaleciéndolo a través de actividades integrales desde el nacimiento y, sobre todo, previniendo los trastornos antes que atendiendo sus consecuencias.
Estudios recientes han cambiado la caracterización del TEL por Trastorno del Desarrollo del Lenguaje (TDL), lo cual refleja el consenso científico sobre el tema: no se trata de una dificultad específica, sino más bien un trastorno que tiene una base genética y ambiental, que tiene asociado otras características y que, además, no es exclusivo de la población infantil.
Por ello, se hace necesario tener una mirada que priorice la prevención antes que la intervención y que se aproxime integralmente. Como fonoaudióloga y docente, he trabajado con niños y niñas en situación de alta vulnerabilidad y, en mi experiencia, el aspecto ambiental es muy relevante para entender este trastorno en nuestro país, aún más que los componentes genéticos u otros.
En ese sentido, es necesario discutir la necesidad de cambiar el foco de atención de los trastornos del lenguaje para que, en lugar de Escuelas Especiales, se atienda en las salas cunas y jardines infantiles ya existentes, donde se debería concentrar la estimulación temprana y a los equipos multidisciplinarios. Algo similar al Programa de Integración Escolar (PIE) que existe actualmente en la educación pública y que es imprescindible para atender a niños y niñas con necesidades educativas especiales.
En efecto, a pesar de las deficiencias del PIE, este tipo de aproximación ha demostrado ser más positiva para la inclusión; al mismo tiempo, permite un mejor tratamiento y, como externalidad positiva, contribuye a terminar con quienes lucran con los trastornos de sus estudiantes.
Por supuesto, plantear la discusión sobre la necesidad de terminar con un modelo fundado hace 20 años, no significa desconocer la existencia de los trastornos del lenguaje ni que éstos se han incrementado en los últimos años (la pandemia ha contribuido mucho a ello) por el contrario, es asumir que estos trastornos están asociados a la vulnerabilidad en la que viven niños y niñas antes que a razones clínicas o fisiológicas.
Finalmente, para atender a niños o niñas con este tipo de trastorno, debemos fortalecer las comunidades educativas tradicionales y enfocarnos en la atención temprana. Esperemos que la actual administración del Mineduc reflexione y proponga modificaciones, antes que preocuparse de otros temas que son más mediáticos, pero profundamente insustanciales.